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Emergencia grupuscular, transición neblinosa…

Un grupuscular político puede transformarse en una secta que sólo se abre a otros grupúsculos si estos se diluyen en ella y aceptan su conducción.

Emergencia grupuscular, transición neblinosa…

Ningún partido representa y expresa hoy una singularidad político-ideológica, salvo en la nostalgia por su pasado. Aquello que conocimos como "partido político" es hoy una simple personería jurídica que permite participar en elecciones y nada más (1). 

En Argentina, pero no sólo, las organizaciones políticas se están reconfigurando muy lentamente. Lo viejo no termina de morir, lo nuevo no termina de nacer. Pero no aparecen monstruos, como alguien interpretó que dijo Gramsci (2). Lo que surge es una transición neblinosa que deja sentir, pero no ver con claridad, las debilidades de la representación política (3).

No sabemos cómo ni en qué se transformarán los partidos políticos. Sólo sabemos que es una especie en extinción y que hay una emergencia grupuscular ocupando el espacio que deja disponible. También sabemos que es nuestra obligación reflexionar sobre este asunto y actuar en consecuencia, sin romanticismos ni moralinas que pongan palos en la rueda de la historia.

Tipologías

Esta emergencia grupuscular (4) constituyen frentes y alianzas que intentan ordenar, aunque sólo en términos electorales, lo que perciben desordenado, pero sin detenerse a reflexionar sobre cómo y desde qué lugar se construye su percepción.

Paridos en la última década del siglo 20 y hoy en plena etapa de desarrollo, estos grupúsculos (aun cuando mantengan el nombre histórico de algún partido) no son otra cosa que organizaciones políticas pequeñas en cantidad de personas que intercambian ideas, experiencias y proyectos para tomar decisiones.

Estos grupúsculos tienen la aspiración de ocupar el lugar de los partidos de masas, como se los llamó en otros tiempos y hoy casi extinguidos, pero guardan un parecido de familia con lo que se conoció como partido de cuadros, ya despojado de sus resabios aristocráticos, aunque no de su (necesario) elitismo (5).

La conducción de estos grupúsculos no está sometida al escrutinio de su militancia. Es permanente. Las disidencias con la conducción se saldan cuando los disidentes se apartan de su grupúsculo de origen y forman otro para repetir la misma historia que cuestionaron. Muchas veces estos desbandes son acordados con el grupúsculo original y los otrora disidentes se convierten en aliados.

Derivas

El grupúsculo político puede transformarse en una secta que sólo se abre a otros grupúsculos si estos se diluyen en ella y aceptan su conducción, aunque sólo en perspectiva electoral. Por ahora, esta es la impronta dominante.

Porque sienten (con razón) que la hegemonía está en disputa y prevalece el miedo, ese miedo que siembra cobardía. Y los cobardes no luchan por la reconquista. Luchan por mantener su miserable condición de aspirantes a un lugarcito en la orga. Luchan por no exponerse a la herida de reconocer su limitación ideológica.

Por eso se abroquelan y excluyen a todos los extraños. Por eso se vuelven paranoicos y alientan la caza de brujas.

Pero la emergencia grupuscular también puede ser caldo de cultivo de una reunión de grupúsculos que se transformen en una organización política, sin que ninguno pierda su identidad ni su autonomía, para lo cual cada uno de ellos debe fortalecerse previamente, siempre y cuando lo haga desde la certeza de que el grupúsculo que no se siente grupúsculo y se cree vanguardia, no es otra cosa más que una patrulla perdida.

Fraguas

En este contexto de transición neblinosa, lo más lógico es que también la cuestión del liderazgo individual, no sin dar una dura batalla de supervivencia, por supuesto, caiga en franco retroceso hacia una conducción estratégica colectiva. Y aunque es un camino que recién se inicia, es un esfuerzo ideológico, una fragua cultural, que debemos alentar.

En sus orígenes, la fragua bicentenaria, la triunfadora, la que hoy es hegemónica, también fue una transición neblinosa. Y, sin embargo, resultó ser lo que es: el personalismo no se diluye, lo colectivo no se materializa. Porque estas son las características dominantes de nuestra cultura, de nuestro sentido común: el individualismo y la exclusión, aun en movimientos populares, nacionales, democráticos. Es la fragua bicentenaria.

Pensemos por un momento en las varias apelaciones al "empoderamiento" y en proposiciones tales como "va a pasar lo que ustedes quieran que pase" o "cada uno de ustedes es dirigente de sí mismo". Cristina Fernández materializa estas aparentes abstracciones afirmando que los liderazgos en el mundo ya no son individuales, como lo eran hasta el siglo XX, sino "sistémicos", es decir, colectivos.

No sabemos (ni nos importa) si este esfuerzo ideológico es sincero, si pretende transformar o no una lógica de construcción obsoleta, o si sólo "es la política, pavotes". Sus palabras no parecen cuajar en su propia organización, pero tampoco eso nos importa, ni nos importa que sean pocos los que quieran superar su atraso político cultural e insistan en cobijarse bajo sus polleras. Eso es impotencia política.

Una sola cosa nos importa: lo que se escribe o se dice públicamente puede pensarse, puede expresarse, presentarse al pueblo. Es decir: están dadas las condiciones de recepción, porque ese mismo discurso las ha creado. Eso es lo que importa.

Trascendencias

Desde esta emergencia grupuscular, en esta transición neblinosa, lo que se debe trascender, a nuestro juicio, es una lectura en clave liberal, esa filosofía que nos impregna a todas y a todos y que reduce lo político a lo electoral, es decir, a un agregado, a una suma, de voluntades individuales que luego del escrutinio se transformará en la voluntad general, en la soberanía popular, así, lisa y llanamente. Es la traducción política del liberalismo económico.

Trascender esta filosofía, que, insisto, nos impregna a todas y a todos, significa reconocer que la democracia tiene un significado mucho más profundo que la mera representación política, que sólo puede ser comprendida hoy como un sistema de principios y prácticas de designación de autoridades ejecutivas y legislativas, como una delegación del poder y la responsabilidad del pueblo en unos cuantos representantes.

La soberanía popular no puede reducirse a la "dimensión delegativa" que le marca nuestro orden constitucional. Porque sólo hay democracia en tanto y en cuanto haya desmonopolización del poder político, en tanto y en cuanto haya una distribución igualitaria del acceso a los medios de participación política.

De lo contrario, seguiremos insistiendo con la cantinela de que "a la gente no le interesa lo político", como si fuera su culpa, como si no existiera una manifiesta desigualdad en el reparto de posibilidades de interesarse en lo político, como si la participación política sólo significara asistir a reuniones y hacer sentir nuestra voz, salir a la calle a manifestarnos, votar en elecciones, militar en un partido político y no, además de todo eso, promover la intervención popular en el planteo, discusión, decisión y control de ejecución de las políticas públicas.

Y es precisamente porque estamos todas y todos impregnados de aquella filosofía liberal, que "la gente" no pide a las organizaciones políticas que se le acercan condiciones de participación, sino, simplemente, que le resuelva sus problemas individuales. Esta es la base del clientelismo, al que tanto se estigmatiza y al que poco y nada se intenta superar.

Si esperamos de nuestros dirigentes mucho más de lo que ellos esperan de sí mismos, allí radica nuestro error. Así que nos espera la tarea de construir una voluntad política que nos organice desde abajo y avanzar, mientras seguimos bancando lo que hay para evitar el retorno de lo pésimo.

Notas:

(1) En un artículo anterior hablamos del campo de relaciones en juego que existe en toda organización política y que llamamos el par dispar de pares dispares. Allí analizamos las conductas políticas de las personas. Podemos aventurar que así ha sido siempre y lo seguirá siendo. Pero la ausencia del partido le ha quitado su contención, sus límites. Ya no hay un dique político-ideológico que canalice estas conductas. Ver “El concepto de pares dispares”: https://codigobaires.com.ar/el-concepto-de-pares-dispares-para-entender-las-relaciones-politicas/

(2) “La crisis consiste precisamente en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer: durante este interregno surgen los más variados síntomas mórbidos”. Antonio Gramsci, en Cuadernos de la Cárcel.

(3) Los constituyentes del ´94 acaso intuyeron que el final estaba próximo y por eso, en un lógico reflejo conservador, le dieron al partido jerarquía constitucional, otorgándole el monopolio de la acción política. Cien años antes se fundaban los primeros partidos políticos modernos vernáculos, la Unión Cívica Radical (1891) y el Partido Socialista (1896), como respuesta aspiracionalmente ordenadora de la lógica grupuscular dominante, que se había puesto el traje del Partido Autonomista Nacional, una formación política previa a aquella parición, que estableció, de hecho, un régimen de partido único que gobernó entre 1880 y 1916. Los escenarios terminales guardan un parecido de familia con su escenario original, aunque se invierta el orden

(4) El concepto de grupúsculo no es despectivo, sino llanamente descriptivo: refiere a la conformación cuantitativa de la organización política, independientemente de su desempeño electoral y de la cantidad de plazas, clubes y/o estadios que pueda (o no) colmar de gente.

(5) La diferencia es que hoy cada grupúsculo supone ser la representación concentrada de las necesidades y expectativas de una porción del pueblo, con la táctica electoral como único horizonte, mientras que aquellos pretendían contagiar al pueblo de un proyecto político-ideológico. Esto último ha quedado en manos del poder. Ver “Contra el sentido común”: https://www.codigobaires.com.ar/opinion-contra-el-sentido-comun/

(*) Militante de la Agrupación Municipal Compromiso y Participación (COMPA), de La Plata, en Unión por la Patria

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