Estado, políticas públicas y participación ciudadana

Una mirada de Carlos Sotrino, militante de la Agrupación Municipal Compromiso y Participación (COMPA) de La Plata, sobre el Estado y las herramientas políticas de la población.

Estado, políticas públicas y participación ciudadana

1. Deberíamos comenzar por preguntarnos para qué le sirve el Estado al pueblo en general y a cada persona en particular. Puede parecer una obviedad, pero de nadie escuchamos este planteo. Lo que sí resulta obvio aquí es que consideramos que al Estado hay que redimensionarlo y no dinamitarlo ni mantenerlo tal cual lo conocemos (fofo, lento, extraño, lejano, impotente).

2. Si apostamos por impulsar la participación popular en la formación de políticas públicas (1), es porque pretendemos un Estado que sea foco de identidad colectiva, es decir, la instancia principal de protección, interpretación y realización de las necesidades y expectativas del pueblo, en articulación con su conjunto de burocracias y su sistema legal (2), desde la premisa de que la clásica representación política ha llegado a su límite estructural y no puede avanzar más allá. 

3. Pero cuidado: se habla de participación cuando las personas asisten a reuniones y hacen sentir su voz; cuando salen a la calle a manifestarse; cuando se organizan para un boicot; cuando votan en los procesos electorales; cuando militan en un partido político. Todas estas son, sin duda, formas de participación. Pero de participación parcial. Porque lo único que se ofrece es confianza en nuestros representantes y paciencia para lograr nuestras demandas. Muy poco. 

4. Si cualquier política pública condiciona, directa o indirectamente, la calidad de vida individual y colectiva del pueblo, la intervención popular en su planteo, discusión, decisión y control de ejecución, debe ser el primer principio de un Estado democrático, pues ello encarna el reconocimiento de la igualdad política y del consecuente derecho de toda persona de poder intervenir e influir en la toma de decisiones que afectan su vida cotidiana (3).

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5. Proyectar sobre la población herramientas institucionales de participación requiere de una Política Cultural que transforme nuestra Cultura Política. Su punto de partida es el reconocimiento público de la manifiesta desigualdad en el reparto de posibilidades de interesarse en lo político: la democracia es plena en tanto y en cuanto haya desmonopolización del poder político, en tanto y en cuanto haya una distribución igualitaria del acceso a distintos medios de participación política. 

6. La representación opera como concentración excluyente del poder político y eso mantiene vigente un “sentido común” que sólo alienta al pueblo a manifestarse de dos modos: replegarse en su círculo íntimo y despreocuparse de lo político, hasta en su expresión más básica, que es el sufragio, o concebir la representación política como una simple delegación de su poder y de su responsabilidad en un pequeño grupo de dirigentes. Así es que las “personas comunes” no le piden a un gobierno cualquiera ni a cualquier organización política un proyecto de construcción colectiva, sino, simplemente, que le resuelva sus problemas individuales. Esta es la base del llamado “clientelismo”, al que tanto se estigmatiza y al que poco y nada se intenta superar.

7. Si se implementan en toda su dimensión, las políticas participadas ponen en juego la progresiva superación del individualismo, la fragmentación social y la desafección colectiva por la cosa pública, hoy dominantes en la sociedad, lo que, a su vez, puede orientar una trayectoria de reducción considerable de los márgenes de discrecionalidad política, económica y social de las autoridades formalmente constituidas y de quienes pretenden serlo.

8. Claro que eso no es suficiente. Hace falta que el gobierno de ese Estado Participado se haga cargo de conducir al Mercado desde una Política Económica que entienda que los agroexportadores y extractivistas (en su mayoría transnacionalizados) necesitan pocos trabajadores y ningún consumidor en el país, contrariamente a la industria nacional, que sí necesita de ambos universos y también puede exportar. Todo ello, en el marco de un fuerte impulso a la integración regional.

9. Las políticas participadas constituyen un complemento (desafiante, por cierto) de la democracia representativa (o liberal o burguesa, como prefieran llamarla), que es tan sólo un mecanismo de libre competencia para que el pueblo elija a las élites que se harán cargo del monopolio estatal, de quiénes serán los que manden. Este dispositivo no tiene en su núcleo fundante la preocupación por la riqueza y la pobreza. A la concentración del derecho a decidir por los demás le corresponde la concentración de la riqueza y su contrapartida, la expansión de la pobreza y la desigualdad. Lo que se llama “clase dominante” (4) ha sido y sigue siendo el promotor natural de esta elitización de la política y tiene en sus manos, ante un posible riesgo, las riendas del fascismo societal (5), como antes tuvo en sus manos las riendas del fascismo puro y duro.

10. Hay muchos y variados diseños de políticas participadas, en todas las áreas del Estado, que involucran al pueblo y lo impulsan a tomar decisiones que impactan en su vida cotidiana de manera colectiva, pero también individual. La colectividad no anula la individualidad, más bien la potencia. Reformas electorales más permisivas, legislación participada, planificación popular para pequeños, medianos y grandes universos, inclusión democrática juvenil, son algunos de los títulos posibles, formas de participación política siempre abiertas, de libre concurrencia, deliberativas y con carácter vinculante. Si no tienen estas características, sólo serán dispositivos marketineros que resultarán en una nueva frustración.

Notas:

(1) Aquí estamos continuando las reflexiones iniciadas en “Limitaciones ideológicas, intencionalidades perversas, impertinencias democráticas”, ensayo publicado en este mismo medio: www.codigobaires.com.ar/2024-09-17/limitaciones-ideologicas-intencionalidades-perversas-impertinencias-democraticas-237767/

(2) Tomamos esta concepción del Estado de Guillermo O’Donnell, en su ensayo “Acerca del Estado en América Latina contemporánea. Diez tesis para discusión” (Texto preparado para el proyecto “La Democracia en América Latina,” propiciado por la Dirección para América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo): “El estado incluye tres dimensiones. Es un conjunto de burocracias, un sistema legal y un foco de identidad colectiva para los habitantes de su territorio; estas dimensiones pueden ser llamadas, respectivamente, la eficacia, la eficiencia y la credibilidad del estado. El grado y modo de realización de esas dimensiones es en cada caso una variable históricamente contingente que, como tal, debe ser indagada empíricamente. Este tipo de asociación política es un fenómeno bastante reciente, primeramente emergido en el Noroeste. En esta región ese proceso estuvo marcado por la expropiación, por parte de los gobernantes de un centro emergente, de los medios de coerción, de administración y de legalidad que habían sido hasta entonces controlados por varios actores. En el Noroeste, esta emergencia fue coetánea y complejamente relacionada con la expansión del capitalismo, que incluyó aún otra expropiación, la de los productores directos de los medios de producción. Estos estados intentaron construir una nación cuando, como en la mayoría de ellos, la nación no los precedía. Más tarde, la clara vocación de crear naciones fue continuada, con mayor o menor éxito, por los estados de otras regiones. Los estados, incluyan o no un régimen democrático, proclaman ser, por medio de sus gobernantes, funcionarios y varios tipos de intelectuales, estados-para-la-nación (o para-el-pueblo). Sobre esta base, los estados y sus voceros suelen afirmar que están al servicio del bien común, o el interés público, de una nación postulada como homogénea, y a la que tanto ellos como la población en general deben prioridad en sus lealtades. La democracia política contemporánea implica una ciudadanía de doble faz: una potencialmente activa y participativa resultante de los derechos que asigna el régimen democrático, y otra cara, adscriptiva y pasivamente adquirida, que resulta del hecho de pertenecer a una nación dada”.

(3) En Suiza se convoca a elecciones generales nacionales, provinciales y municipales cuatro veces al año para aceptar o rechazar legislación propuesta por el gobierno, el parlamento y el pueblo de cada jurisdicción. Más acá, en Venezuela, se producen asambleas comunales y elecciones generales más de una vez al año en todo el país para proyectar y decidir políticas públicas, aunque sólo de impacto comunal. En cientos de ciudades del mundo se aplica el Presupuesto Participativo, aunque en la mayoría sólo parcialmente y bastante burocratizado.

(4) La clase dominante es transnacional. El pequeño y mediano productor agropecuario, el pequeño y mediano empresario, el asalariado de clase media que paga impuesto a las ganancias, no pertenecen a esa clase dominante, aunque su “sentido común”, en gran parte, esté condicionado por ella y de ella dependa económicamente. Pero esta dominación de clase no se ejerce sólo por la dependencia económica que impone. Necesita de un “sentido común” que la sostenga. Eso se llama hegemonía y consiste en que esta clase dominante logre que sus intereses sean percibidos como propios por una gran parte de la sociedad, aun cuando ni cerca esté de pertenecer a ella. No es sólo el dinero, es también el poder. Porque la desigualdad es también ideológica. Si así no fuera, la clase dominante, aun concentrando todo el imperio material, no invertiría en el mundo millones de dólares en crear y sostener un “sentido común” favorable a sus intereses, a través de medios y redes. Hay mucha gente (la necesaria) fácilmente influenciable por sus “intelectuales orgánicos” (periodistas e internautas asalariados). 

(5) “Con la democracia se come, se cura y se educa”. Si resultó fallida aquella famosa arenga alfonsinista, es porque descansaba en un romántico credo liberal. Sostiene el sociólogo boliviano Álvaro García Linera, en su ensayo “La democracia como agravio”, de 2024, que “la ideología liberal no es un conocimiento del mundo sino una fe, una creencia, y todo lo que esté fuera de tal credo parece no existir o ser una herejía a purgar, un salvajismo a disciplinar”. Y desde esta herejía, desde este salvajismo, es que se genera el fascismo societal, que así define, en su ensayo “Reinventar la democracia”, del año 2004, el sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos: “No se trata de un regreso al fascismo de los años treinta y cuarenta. No se trata, como entonces, de un régimen político sino de un régimen social y de civilización. El fascismo societal no sacrifica la democracia ante las exigencias del capitalismo, sino que la fomenta hasta el punto en que ya no resulta necesario, ni siquiera conveniente, sacrificarla para promover el capitalismo. Se trata, por lo tanto, de un fascismo pluralista y, por ello, de una nueva forma de fascismo (…) Puesto que el fascismo societal se alimenta básicamente de la promoción de espacios-tiempo que impiden, trivializan o restringen los procesos de deliberación democrática, la exigencia cosmopolita debe tener como componente central la reinvención de espacios-tiempo que promuevan la deliberación democrática”. 

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